El relato de los puñetazos – relato

EL RELATO DE LOS PUÑETAZOS

Por Arnaldo Quispe

Y hubo una vez la época escolar… Bueno, me viene a la mente la década de los ’70s y ’80s, los años de escuela primaria y secundaria, cuando comenzaba a conocer el mundo social. En la escuela no fui ni gran, ni pésimo alumno, pero recuerdo que no era empeñoso para estudiar, es más repetí el tercero de media. Era un alumno mediocre. Pero no sé si muchos recordarán -hablo a mis contemporáneos- la discriminación de los que éramos objeto los Quispe, Mamani o Condori… Recuerdo que la clase serrana era objeto de los peores insultos y desplantes, “serrano de m…”, “quispicanchis”, “queso, mote y cancha”, etc. Eramos el punto entre los que creían que el color de piel o un apellido es mejor que otro. Recuerdo que el ritmo salsa y el rock eran la moda obligatoria. Pero algo paso en la década de los ’80, que se consolidó antes de llegar a la de los ’90: la clase chola fue mayoría. Las provincias tomaron Lima la capital, una gran masa migrante volteó el pastel, convirtiéndo la gran ciudad en un mosaico de razas y culturas. Los ritmos chicha, los tropicales y los huaynos comenzaron a sentirse con más fuerza. El movimiento social, fue enteramente cultural, social y hasta político. Una especie de renacimiento de las provincias en Lima.

En la secundaria era claro que había que defenderse hasta con los puños y en más de una oportunidad tuve que lidiarme a golpes fuera del colegio con más de un alborotador. Para mi suerte y como cargado de un gran resentimiento social salí hasta victorioso en esos duros encuentros. En una oportunidad sin una razón importante, uno de mis compañeros de clase un zambo de Apellido “Mendiz” me provocó con todo tipo de insultos e inclusive recordándome a mi madre. Lo cual hizo que se pactara una riña fuera del colegio. Cursaba entonces el tercero de secundaria, pero esa disputa iba a ser el centro de atención de toda la escuela. Solo recuerdo que había una gran multitud esperando la “gran trompada” del año. En una de las calles aledañas y polvorientas del colegio Eguren de Barranco se realizaría esa gresca. El cuerpo me temblaba, sudaba frío, mis piernas apenas respondían ante tanto pánico, muchas veces había sido testigo de las peleas extra-escolares, pero ahora resulta que yo era uno de los púgiles protagonistas. Dentro de mi solo tenía una causa: “soy cholo y voy a pelear hasta demostrar que no soy menos”. Mi ocasional contrincante era un moreno más corpulento y más alto que yo, era un buscapleitos y con cierta fama de peleador callejero. Muchos de mis compañeros de clase habían apostado por mi rival, no dándome ninguna posibilidad de triunfo.

La pelea comenzó y había sobre todo confusión y polvo, al inicio no sabía si la mano o cara que tenía en frente mío era la mía. Pero en una de esas revolcaderas en la tierra me vino un rápido flashback -un recuerdo fugaz y alentador-, hace unos años atrás había tenido una pelea similar en el barrio surcano donde crecí, con uno que parecía un ” goliat” por la diferencia de tamaño y edad, al cual había derrotado gracias a un certero golpe en la cara y aprovechando la ventaja del impacto de ese golpe y al tenerlo medio “grogui”, aprovecharía para rematarlo hasta hacerlo llorar, recordé mi malicia y lo cavernícola que uno puede llegar a ser cuando te insultan la moral y sobre todo el honor. Por eso creo, me armé de valor y saqué el “indio cahuide” que tenía escondido y con una fuerza increíble incliné la brutal batalla a mi favor. Solo los alumnos más grandes nos separaron cuando notaron que la sangre brotaba de las narices de mi ocasional contrincante, bañándo hasta sus pantalones. Había vencido esa batalla y había recuperado algo de respeto para con los nuestros -pensé-. Me sentía feliz. Desgraciadamente, al día siguiente me hice un matoncito y amenazaba e insultaba a los demás tal como lo hacían conmigo, era el experto en poner apodos y nadie se me escapaba en ello. Mi camino era el de un muchacho acomplejado por su apellido y hasta alguna vez había de decirme: “porque llevo este apellido, cuando sea grande y tenga plata me lo voy a cambiar” (como ya lo había hecho otro familiar).

Para mi suerte, se cruzó en mi vida un profesor que me inspiró confianza y por él salí de la “palomillada” que me estaba creando, me hizo ver que el mundo podía ser mejor, que uno se construye su propio destino y que todos teníamos la posibilidad de salir adelante a pesar de los contratiempos y de los problemas, ya para entonces había perdido el tercero de media. Mi profesor de apellido Quinteros era de profesión psicólogo (“será por eso que años más tarde me convirtiría en psicólogo también”). Recuerdo que su llegada fue ocasional y en el cuarto de media nos enseño psicología en ausencia del titular y aprovechando de sus clases nos daba uno que otro consejo, estando yo siempre muy atento como en primera fila. Terminando la secundaria con el 4to. y 5to de media fui uno de los mejores estudiantes del colegio, entrando en el grupo de los “chancones”, de los que no sacan menos de 17 ó 18 en todos los cursos. Razón por la cual me invitaron a ser policía escolar. Los tiempos de cambio llegaron de una manera vertical. Mi familia estaba orgullosa de mí. No era para menos, ese pillo callejero y peleandero era uno de los mejores de la escuela estatal, donde años atrás solo era parte de la gran masa estudiantil.

Fuente: http://www.takiruna.com

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